FRANCISCO ARSIS CAEROLS
Claro de luna
La textura de aquella carta en el umbral de mi casa, su color, los trazos de su escritura, no eran detalles desconocidos para mÃ. SabÃa de qué manos provenÃan, quién habÃa rellenado esa carta con su graciosa pluma encarnada. Lo que no podÃa imaginar siquiera era su contenido, al menos, no podÃa esperar algo tan... especial. Era Teresa de Brunswik, que en nombre de su familia me invitaba a una agradable velada en su hacienda, la de los condes de Brunswik, para darles detalles de mi última inspiración, una sinfonÃa que estaba preparando y que tenÃa intención de presentar en la Ópera de Viena, tan pronto estuviese ultimada.

ConocÃa muy bien la casa de los Brunswik, aquella mansión tan peculiarmente agradable. No en vano, habÃa sido profesor de piano de casi todas las hijas de la condesa, y era ya considerado poco menos que como de la familia. Me unÃa a ellos una profunda amistad, pero resaltaba especialmente la que mantenÃa con Teresa, que siempre me animaba a seguir profundizando en mis sonatas para piano y en todo aquello que rodeaba mi vida.

Teresa siempre decÃa que, cuando componÃa, transmitÃa las sensaciones que en aquél momento llevaba dentro de mÃ, exteriorizando con la música todo el sentimiento que guardaba en lo más profundo del alma, dignificándolo.

-Tus composiciones alteran el espÃritu más superficial -me decÃa, exaltada-, haciendo sentir emociones inexplicables, tristes o alegres, angustiosas o regocijantes, y cuesta imaginar verte sentado al piano, frÃamente, preocupado solamente por lograr la perfección absoluta, alcanzando asà la máxima expresión y armonÃa de las notas, acertadamente agrupadas.

Yo nunca dejaba que Teresa me hiciese perder la cabeza con sus palabras tan obsesivamente aduladoras. Simplemente me consideraba yo un músico como tantos otros; en todo caso un músico de familia, como podÃa serlo el médico de la familia o el jardinero, pero no más.

Sin embargo, la música lo era todo para mÃ, y más que alcanzar la gloria, mi mayor deseo y afán era lograr que en el futuro mis obras no quedaran en el olvido, gozando de la posteridad.

Acepté la invitación gustosamente, y asà lo hice saber a través del correo. Hubiese preferido enviar a alguno de mis discÃpulos, pero aquella tarde no acudió nadie a mi casa, como era de costumbre en aquél entonces.
Al llegar a casa de los Brunswik, pude comprobar que no solamente estaban las hijas de la condesa, todas discÃpulas mÃas. Tres invitados más ocupaban el amplio salón de la mansión. Contemplar de cerca aquél espectáculo que se habÃa reflejado en mis ojos, tras ser presentado, hÃzome turbar hasta casi perder el equilibrio. Acababa de conocer a Giulietta Guicciardi, la musa que inspirarÃa a partir de aquel momento tantas y tantas veces la música que llevaba impresa en mis entrañas.

La muchacha regresaba procedente de Italia en compañÃa de sus padres, tras una breve pero intensa estancia en ese su paÃs de origen. La visita de los Guicciardi a los condes de Brunswik consistÃa en solicitar mis servicios como profesor de piano, dado que Julieta estaba ansiosa por aprender los secretos del arte musical a través del sonido de las teclas de tan maravilloso instrumento.

Giulietta Guicciardi, tenÃa ascendencia milanesa, aunque sus padres residÃan en Viena desde 1780. Era bellÃsima hasta la médula, con unos ojos azules intensos, morena pero pálida, con el cabello corto como se llevaba en aquélla época, donde las muchachas parecÃan mancebos y a menudo no se lograba distinguir su sexo a primera vista.

Desde aquel instante en que la conocÃ, llegué a creer que quizá alcanzase la felicidad plena en su compañÃa, en el supuesto de que mi amor fuese correspondido por mujer de tamaña belleza misteriosa.

Era una discÃpula ejemplar, constante, entregada. Fijó su residencia en la mansión Brunswik, con el fin de poder estar en compañÃa de sus primas, recibiendo asà una educación pareja. Los padres de Giulietta gozaban de una especial amistad con la condesa, lo que hacÃa la unión más efectiva.
El tiempo fue transcurriendo de forma inexorable, y paulatinamente, comencé a notar que mi musa inspiradora se sentÃa también atraÃda hacia mÃ. Sin ninguna duda, no me importaba poder hacerla mi esposa aún cuando sólo contaba dieciséis primaveras. Sin embargo, cuando el amor correspondido por Giulietta me colmaba de toda dicha, no tardé en darme cuenta de que tras ese rostro de ensueño, de esos ojos que destapaban el tarro de las esencias más puras, y en definitiva, de aquella figura celestial, se ocultaba un arma de doble filo. Cuando el hechizo habÃa sacudido mi mente hasta la locura, Giulietta empezó a mostrar su verdadero yo. Vanidad, egoÃsmo y dominio salieron a flote, destrozando la magia que me embargaba, el poder que todo mi ser experimentaba, convirtiéndolo en el fin de una quimera. Sin embargo, aún continuaba amándola, incluso a pesar de sus continuos intentos de controlar hasta el último de mis pasos. Irritación y desolación invadieron nuestros encuentros, con el fantasma de la destrucción asomando por la puerta.

Finalmente, ocurrió lo que jamás tenÃa que haber sucedido. El conde de Gallenberg, director de la Ópera de Viena, fue la marioneta que sirvió a la inconsecuente Giulietta para saldar sus cuentas, para consumar su venganza por no lograr dominar mi voluntad, mi espÃritu con aroma de libertad. Fui testigo de aquella boda, de aquel horror desgarrador, del fin de mis esperanzas más soñadas.

Jamás volvà a ser el que era. ¡Qué sentido tenÃa mi presencia en este negado espacio terrenal! Sólo en el último instante en el que iba a abandonar este cruel y atormentador viaje de mi vida, recobré la serenidad y la cordura, despertadas de su letargo tras escuchar los empÃreos compases que un infante esbozaba a través de su pequeño violÃn por las calles de Viena. Comprendà que no podÃa abandonar el mundo sin haber hecho antes aquello a lo que estaba destinado, para lo que habÃa sido llamado. Entonces, aquella sonata empezó a cobrar vida en mi interior, hasta que las manos se encargaron de transportar al piano las sensaciones que brotaban en forma de música. "Claro de luna", mi adagio "Claro de luna", habÃa nacido. Ninguna de mis sonatas recreó mejor un pasaje importante de mi vida, ni siquiera las ocho sinfonÃas que llevo compuestas en el momento de escribir estas palabras.

Cuando ya la calma y la tranquilidad sosegaron mi espÃritu, desligándome del encantamiento persistente que Giulietta produjera en mÃ, al pasar de los años volvió a cruzarse en mi camino, llorando y suplicando el perdón y la reconciliación. Sólo el desprecio pudo ser capaz de brotar de mi alma, siendo éste nuestro último encuentro en el mundo terrenal.

SÃ, yo, Ludwig van Beethoven, he querido contar esta historia, cuando ni siquiera sé si podré terminar mi novena sinfonÃa. Aquél lejano año de 1802 comenzó mi triste enfermedad, la sordera, y ahora, a mis 54 años, sólo espero que algún dÃa mi historia pueda ver la luz, y que mi música logre penetrar en lo más hondo del corazón de las generaciones venideras.
Ludwig van Beethoven
Viena, 14 de julio de 1824


© Francisco Arsis (1998)

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