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El susurro del moro

   De madrugada, cuando la luna brilla sobre la Alhambra, y sus fastuosos jardines se encuentran invadidos por la paz y la calma nocturna, cuentan que un sinfín de voces susurrantes, a veces trágicas, a menudo tristes, las menos alegres, aparecen por doquier en esta sorprendente a la vez que suntuosa miscelánea de palacios nazaríes. Y es en estas noches, plagadas de innumerables estrellas, cuando la fina brisa que provoca la bisbiseante tonadilla de sus cipreses confiere si cabe aún más a la Alhambra de Granada la sensación de frescura magia, provocando emociones inimaginables a todos y cada uno de sus visitantes.

 

​EL SUSURRO DEL MORO



       Desde siempre había deseado con fervor adentrarme en aquellos excelsos jardines, además de recorrer todos y cada uno sus rincones, soñando con meterme de lleno en el hechizo envolvente que desprende semejante arquitectura, repleta de fantásticas leyendas y tesoros sin duda allí enterrados.



   Y creedme si os digo que, a día de hoy, todavía intento comprender cómo tuve la gran suerte de poder admirar aquel monumento repleto de reminiscencias musulmanas, renacentistas y románticas en tan inusual horario de visita, a pesar de que, para gran sorpresa mía, ni siquiera era su único visitante, pues algunos presentes más allí se hallaban que no parecían sino sentirse igualmente atrapados ante el esplendor de la Alhambra; embriagados por el perfume de la brisa al recibir la mezcla del aroma de las flores; conmocionados ante la  contemplación de sus salones y patios, que no hacían sino transportarnos a todos a tiempos lejanamente pretéritos.



   Faltaría a la verdad si dijera que ignoré por completo a aquellos supuestos turistas, pues al menos uno de ellos fue capaz de captar mi atención, y no sólo ante su singular y extraño comportamiento, sino también por su insólita vestimenta, a la par que melancólica mirada. Incluso su caminar era pausado en extremo, cualquiera diría que entretenido en medir una a una las majestuosas baldosas de piedra del paseo del patio de los cipreses.



   Ciertamente, la apacibilidad y sosegada calma que transmitía aquel visitante no me había dejado indiferente, haciéndome sentir que debía acceder a él, aunque solo fuera para comprobar si se encontraba, al igual que yo, extasiado por el encantamiento de este incomparable pasadizo del tiempo.



   Y todavía no había tomado definitivamente esta decisión, cuando no fue sino él mismo quien se acercó a mí, aunque ni siquiera me di cuenta hasta que comenzó a hablarme una vez situado a pocos pasos de donde yo me encontraba.

   -No existe nada en este mundo que pueda compararse ni remotamente a este bello lugar, ¿verdad?
   -Sí… sin duda alguna –respondí, incapaz de ocultar mi turbación al escuchar sus palabras. En cualquier caso, no me cabía la menor duda de que me sentía extrañamente impulsado por mi “co-visitante” a seguir prestándole atención-. Sin embargo –proseguí- creo que es necesario estar aquí para poder comprobarlo, captar la verdadera esencia de la Alhambra, y poder así comprender el…
   -Yo no puedo dejar de venir aquí a menudo –me cortó, prácticamente sin hacer el menor caso a mis palabras-. Necesito este aire para respirar, comprobando cómo mis cinco sentidos trabajan a la vez para poder abarcar todo lo que ella evoca continuamente…
   -Puedo… puedo entenderlo perfectamente –dije, aún titubeante-. No creo que nadie logre resistirse a algo semejante.
   -Pero es necesario haber vivido entre sus muros para encontrar la verdad que encierra dentro de ella. Su pureza, su… más que apreciable sensación de divinidad.
   Al decir esto, y durante unos instantes, elevó su mirada, perdiéndose entre el firmamento, como si en realidad nada pareciera encontrarse allí arriba.
   -¿Usted ha vivido aquí? –alcancé a decir-. Eso me sorprendería…
   -Si me escuchas, comprenderás –me respondió, pausadamente-. Voy a contarte algo que ni te imaginas. Quizá entonces llegues a tus propias conclusiones, mi joven amigo.
   -Me agrada la idea –manifesté asintiendo con la cabeza -. Soy todo oídos. No sé la razón, pero presiento que usted sabe mucho de este lugar, y por ello será un placer escucharle.



   De haber llevado turbante, no cabe duda de que pasaría por uno de aquellos antiguos señores de Granada, pues incluso el tono de su voz y su porte, invitaban a esa agradable impresión. Su barba canosa y sus pequeñas arrugas en la frente denotaban su edad avanzada, donde a su lado yo solo podía parecer nada más que un simple bisoño. Claramente, todo era muy extraño. Aquella conversación, con la súbita aparición de un personaje insólito y atrayente a la vez… Sin embargo, cierto es que yo no estaba soñando, pues todo era real. Mi visita allí había sido incluso planeada de años atrás, y ahora ella, la ansiada Alhambra, estaba frente a mí, acompañado de un visitante que, sorprendentemente, debía de saber tanto de ella misma como yo podía conocer mi propia vida.

























   “Escucha, oh, amigo mío. La colina de al-Sabika es quien reposa debajo de la Alhambra –comenzó a relatar el anciano-. Alhamar, su creador. La llamó Al-Qalá al-Hamrú, que en castellano quiere decir “Castillo rojo”. El rey granadino sabía que, alzada sobre aquella colina, brillaría como el fuego la Alhambra cuando comenzara a ponerse el sol cada atardecer. No fue sino Ismail, descendiente en el tiempo de Alhamar, el constructor  del primero de los palacios, aunque nada queda de él, allí donde ahora está el “Palacio de los leones”. ¡Ah, créeme si te digo que jamás el universo ha podido contemplar de nuevo un harén semejante a aquél que un día albergó!
No creas ni por un solo instante que allí era donde su rey, gobernador de la mayor gloria del mundo conocido, conservaba a sus mujeres ocultas a los ojos del resto de los hombres. Ten por cierto que no. Todo lo contrario, amigo mío, pero el tiempo a veces desvirtúa la realidad, basándose solamente en inútiles leyendas tergiversadas.
Te contaré la verdad. A buen seguro que deseas escucharla. Óyeme bien, mi amigo, porque a veces solo se tiene una oportunidad en la vida de tropezar con la mayor de las suertes, y tú hoy la has tenido. Quizá, después, cuando yo me haya ido, alcances a comprender lo que te digo”.



   Dios mío, para entonces me encontraba ya totalmente flotando entre las nubes. Y puedo asegurar que no solo se debía al escuchar las palabras de aquel inusitado personaje, sino porque  a la par reconocía que existía algo especial en aquel encuentro, que a todas luces estaba resultando claramente providencial para mí. Y si aquello iba a servir para que algún día yo relatara aquella conversación, bienvenida sería para el resto del mundo, porque yo me encargaría de transmitir esas benditas palabras, tras haber sido grabadas a fuego en mi memoria.



   “Cuenta la tradición –continuó relatando el supuesto visitante- que en los días en que Mahoma -la voz de Alá en la tierra-, aún vivía, jugando se hallaba un día con sus nietecitos. Pero daba la casualidad que el profeta, -oh, rey de reyes, profeta entre los profetas-, a menudo era visitado, y sin recibir aviso alguno, de un sinfín de fieles y amigos suyos. Y, como tarde o temprano estaba destinado a suceder, no fue sino aquel día cuando un grupo de sus amados fieles descorrió sin previo aviso la cortina que separaba la estancia donde, en ese mismo instante, Mahoma revolcándose estaba en el suelo con sus adorables nietos. Aquello, sin duda alguna, sorprendió sucintamente al maestro, no siendo del agrado ni de sus discípulos ni del mismísimo Mahoma, por lo que, desde que aquél momento, decidió que lo más conveniente era habilitar una estancia que fuese de uso exclusivo de la familia, siendo prohibida la entrada a quien no formara parte de ella. El tiempo, por desgracia, se ha encargado de desvirtuar esta pequeña historia, llamando “harén” a estas dependencias, que en realidad no eran sino los aposentos de las esposas de los reyes o sultanes, nunca más de tres, pues aunque había una cuarta, ésta no era sino la “favorita”, la cual no vivía sino en aposentos distintos del resto de las esposas.
   Oh, amigo, recordar el esplendor de la Alhambra, cuando estos jardines, como los de Daraxa; sus patios, como el del Cuarto Dorado, el de la Reja o el de los Cipreses, respiraban vida por los cuatro costados… todo ello termina por embargarme, llevándome a indescriptibles sensaciones. Cada día, la luna se descubre desde el patio de los leones, casi rojiza, sublime. Después, poco a poco, su pálida luz se cuela por la sala de las “Dos hermanas”, y así, finalmente, bebe plácidamente de su exquisito surtidor. Hay algo en la Alhambra que embelesa sin descanso, exalta los sentidos, te atrapa entre sus muros con un cauteloso abrazo casi sin darte cuenta, y ya no te deja escapar, porque en realidad uno no quiere, no lo desea, solo piensa en seguir ahí, observándola, cuidándola, disfrutando de su absoluta perfección. Y es al llegar la noche, al quedar el encanto de la luna atrapada en ella, cuando se produce el momento de mayor éxtasis, justo el mismo que estás viviendo tú en este instante. Toda fisonomía de sus palacios se transforma por completo. Sus muros; cada columna que parece duplicarse, o incluso triplicarse; sus árboles, que se convierten cada uno de ellos hasta entre cuatro o cinco, para dar paso finalmente a la pasión, el mayor desenfreno, que se multiplica a su vez lanzándote a un arrebato sin final. Y pensar que ahora, más de quinientos años después de su mayor celebridad, alguien se vio forzado a abandonar esta inmensa fortaleza en un anochecer tal como hoy, por esa puerta que tú puedes ver, la de los Siete suelos, “Bib al-Gudur” en realidad. Allí tuvo que suplicar clausura eterna, oh, amigo mío…”

 

   Fue entonces cuando pude observar una pequeña lágrima que surgía de uno de los ahora brillosos ojos de mi co-visitante, supongo que emocionado sin duda ante sus propias palabras. ¿Era posible tener ese increíble sentimiento por la Alhambra? Yo mismo me sentía sin duda embriagado por su pausado y bello relato, con aquella pasmosa seguridad, nacida del mismísimo corazón. Pero, aunque todavía no lograba vislumbrar lo que pretendía darme a entender en realidad, algo comenzaba ya a tomar forma en mi aturdida mente.



   “Escucha, oh, mi querido amigo –prosiguió, colocándome la mano en mi hombro e invitándome a dirigir la mirada hacia el campanario de la Torre de la vela-. La campana ofrece toques de queda, de ánimas vencidas, de sueño anunciado. Es el momento del descanso de las almas, mi joven oyente. Muy a mi pesar, ha llegado el momento de marchar, de retirarme inevitablemente. Me hubiera encantado seguir hablándote, apreciado visitante, pero se acabó el tiempo… Y si vuelves… y me encuentras… recuérdame quien eres, pues tantos años he vivido que puedo recordar el pasado, pero el presente inunda de niebla mi cabeza, no dejando cabida para nada que no salga de estos muros, de todo lo que aquí ves, a la mayor gloria de Alá…”

   Me quede estupefacto, sin palabras, pues ningún sonido podía salir de mi garganta. ¿Era un fantasma quién conmigo hablaba? Siempre había oído decir que había fantasmas en la Alhambra, y que todas las noches, sobre todo aquellas en que la luna parece estallar en el cielo, de pura luz, dejan con sus visitas las huellas de su presencia; pero tan ínfimas son, que resultan imposibles de reconocer. El viajante que asoma a la Alhambra de Granada, las intuye, las siente llegar, pero al final no ve nada, y sin embargo, convencido está de que en realidad permanecen ahí, incólumes…



   Cuando quise reaccionar ya era tarde, pues aquel anciano de barba blanca como la nieve había desaparecido de mi vista sin dejar rastro alguno…



   Y allí, entre el ruido de la fina brisa y de los árboles susurrantes, pregunté al inmenso vacío que cubría ya la fortaleza, produciendo un claro eco en mis palabras:



   -¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú...?



   Finalmente, muy a mi pesar, abandoné la Alhambra. Había sido el último en hacerlo, cuando ya el amanecer empezaba a vislumbrarse en el horizonte. Y allí, en la mismísima puerta por la que mi co-visitante había manifestado el  dolor sufrido por quien tuvo que entregar el trono de Granada, la puerta de los “Siete suelos”, alcancé a escuchar entre susurros:



   -Boabdil…

© Francisco Arsis

 

Poesía publicada por mi tío Francisco Caerols Carbonell, desde Yercaud (India), inspirador final de mi relato...

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