top of page

El edificio embrujado

 

 

(Mi nombre es Maximiliano, y soy conocido entre el “mundillo periodístico” como Max Fuentes. Desde un tiempo a esta parte, los sucesos paranormales me tienen obsesionado, de tal forma que creo llegado el momento de escribir sobre mis particulares experiencias. Lo cierto es que nunca he estado solo mientras me dedicaba a investigar todos y cada uno de los inexplicables misterios para el ser humano que se ponían a mi alcance, pues una carismática mujer llamada Elisabeth, amiga y amante, me acompañaba fielmente en tamañas empresas. La primera de ellas… ocurrió tal y como relato a continuación.


(L
lamada telefónica realizada un día cualquiera de un pasado reciente, a las 21:30 horas).

   -¿Diga?
   -¿Elisabeth? Soy yo, Max.
   -¡Hola, cielo! Creía que te habías olvidado ya de mí.
   -Perdona la tardanza; me tuvieron largamente ocupado los de la editorial. Ya sabes, “gajes del oficio”.
   No es del todo cierto, pero prefiero contarle una pequeña mentira piadosa que ponerme a entrar en extensos detalles que no harían sino alargar innecesariamente la llamada. 
     -Entiendo... ¿tienes claro ya a qué hora quedamos, entonces?

   -Eli, mira, estaba pensando… ¿te vendrías conmigo al “Museo Nacional de Arte Reina Sofía”? Verás, dicen que allí los sucesos paranormales no dejan de repetirse a menudo, y mi intención es entrar en el edificio contigo. Esta noche, quiero decir…
   -Para, para... ¿A qué viene eso? Max, ¿estás bien? ¿Estás tramando algo?
   -No, nada de eso. Mira, no sé lo que nos iríamos a encontrar, pero desde luego no me da ningún miedo. Solo me gustaría observar si allí verdaderamente se cuece algo. Dime, ¿te atreverías o no?
   -Er… bueno, yo… ¡Max, tú no estás bien de la cabeza!
Elizabeth parece dudar demasiado, y me doy cuenta de que debo currarme más esta llamada para lograr mis objetivos.
   -Oh, escucha lo que te voy a decir. ¿Sabías que el edificio que alberga el museo tiene aproximadamente unos cinco siglos de antigüedad? Con anterioridad, lo habían ocupado incluso mendigos, en lo que se llamaba “Las praderas de Atocha”. ¿Te he contado que es un lugar que me fascina siempre que lo visito? Cuando transito cerca del museo siento como un imán que me atrae hasta su interior, una situación difícil de explicar. De hecho, gran parte de la historia de una de mis novelas transcurre entre las calles que lo rodean.

      -Sí, ya sé de qué libro me hablas. Lo recuerdo perfectamente.

   -El rey Felipe II fue el encargado de derribar el albergue de los mendigos, construyendo un hospital en su lugar. Durante cientos de años fue utilizado como el principal centro hospitalario de la Villa y Corte del rey, siendo dirigido por varias órdenes religiosas. Es más, llegada la contienda civil, se convirtió en hospital de sangre. Finalmente, antes de transformarse en museo, llegó a ser parte de la Facultad de Medicina. Dime… ¿no te resulta atractivo?
   -Tengo que admitir que pinta bien…
   -Resulta innegable la cantidad de misterios que puede guardar un edificio que tantas vidas ha salvaguardado… aunque también las que bajo sus muros habrán fenecido…
   -Vale, me has convencido. Pero únicamente lo hago por ti, ya lo sabes. Y te diré, a la primera sorpresa desagradable que me lleve, te aseguro que salgo “por piernas”.
   -Ok, entonces te espero a las once a los pies del edificio. Te sigo contando en cuanto nos veamos…
   -De acuerdo, Max. ¡Ay, este chico...!
   -¡Por favor, Eli, no tardes!
   -Claro, descuida. Estaré a las once como un clavo. Prometido.
   -Buena chica…
(Clic)
   Objetivo logrado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


(23:30 horas. Museo Nacional de Arte Reina Sofía)

   -¡Vaya, por fin! Y eso que dijiste que serías puntual –exclamo, en cuanto veo llegar a mi “partenaire”.
   -Lo siento, Max –me responde con un ligero suspiro-. Me retrasó la cena de mi madre. Ya sabes que no puedo marcharme sin dejarla acomodada.
   -No te preocupes, lo supuse. Bien, nos espera una noche muy larga, mi querida Eli.
   Mientras le digo estas palabras, dibujo una mueca espectral en mi rostro.
   -¡Oye, no me pongas esa cara que me cago, eh! –suelta Elisabeth, verdaderamente acojonada.
   -Si es para que nos vayamos poniendo en situación, mujer –le respondo, riéndome a mandíbula batiente.
   -Déjate de rollos. ¿Por qué no me sigues poniendo al día con respecto a las cosas que se cuentan sobre el museo?
   -Como quieras, Madame.
   -¡No me llames Madame! Sabes que no me gusta…
   -Vale, vale, no te lo digo más. Pero es que no puedo evitarlo. Bien, te hablo del Museo –digo, tras carraspear ligeramente-. Verás, cuando fue inaugurado, el personal de limpieza y seguridad se vio de repente sumergido en una ingente cantidad de fenómenos paranormales. Sin embargo, estos extraños sucesos solían ocurrir cuando los visitantes del museo ya habían abandonado el edificio. Era, en aquellos momentos, al quedarse solos, cuando tales incidentes les sorprendían de forma inesperada.
   -Entiendo. Y por eso ahora acudimos tú y yo solos a visitarlo. ¿No es así?
   -Chica lista, tú.
   -Max, no te cachondees de mí, y sigue poniéndome al día.
   -Ok. Nos han dado un permiso especial. En realidad lo he solicitado yo, y me han dicho que sí. No se hubieran negado, naturalmente. Sabes que si me propongo algo, lo consigo. Y te diré, siendo los únicos inquilinos del edificio esta noche, podremos sacar conclusiones. ¿Qué crees que nos vamos a encontrar?
   -No sé, dímelo tú –rezonga mi singular pareja.
   Como prefiero mantener un poco de suspense, me hago el desentendido. Pero casi al instante reacciono y saco un pequeño artilugio y una tablita de madera de la mochila que llevo colgada en mi hombro.
   -Me he traído la “ouija”, para practicar un poco. ¿Qué te parece?
   -¿Estás loco? Vamos, no utilizas ese cacharro conmigo ni por asomo…
   -Eli, no seas “miedica”. ¿Qué más te da?
   -Todo esto me impone demasiado respeto, y lo sabes.
   -¿Por qué no entramos ya y abandonas tus temores? No va a pasar nada, Elisabeth de los ricitos de oro…
   Reconozco que también me encanta llamarla así algunas veces.
   -Siempre que te adentres delante de mí, Max… “de las fuentes primorosas”.
Bueno, menos cuando me la devuelve de esta forma, naturalmente…













































 

(23:45 horas. Interior del museo)
   -¿Sabes qué? –le digo a Eli, en tono entusiasmado-. Hablé con uno de los conserjes, y me aseguró que, de vez en cuando, los ascensores funcionan solos. ¿Te imaginas que suceda ahora? ¿A que sería divertido?
   -Max, por favor… ¿podrías tener un poco de sensatez, por una vez en tu vida?
   Nos acercamos a uno de ellos, y de repente observamos que se pone en marcha. Nuestras miradas se entrecruzan, poniendo ambos los ojos desorbitados. Pero yo estoy dispuesto a subir en él cuando llegue a la planta baja.
   -¿Te animas a subir? –le pregunto, ahora todavía más animado, si cabe.
   -No pienso hacerlo, aunque te empeñes mil veces –refunfuña Elisabeth.
   -¡Mira, ya está aquí! –exclamo, haciendo oídos sordos a sus palabras-. ¿Te das cuenta? No hay nadie dentro.
   -Claro, y que cuando yo entre, se me aparezca alguien en el interior. ¡Ni loca me meto ahí!
   -Vamos, Elisabeth, un poco de amor propio…
Mis ligeros empujoncitos en su hombro parecen surtir efecto.
   -¡“Ayyy”, está bien! Ya lo hago.
   -¿Lo ves? No pasa nada. No hay nadie. ¡Qué desilusión!
   -¡Qué alivio!
   -¡Ah, no! ¡Mira en el techo! –grito para llamar su atención hacia dicho lugar.
   -¡Ahhhhhhhhhhhh!
   -Que no, que es broma, “jajajajajaja”.
   -¡Imbécil! ¿Por qué tientas al diablo?
  -¡Bah! Si de verdad hay algo aquí, deseo que ocurra. ¿Dónde estáis? No me dais miedo en absoluto -grito con sarcasmo-. A Elisabeth tampoco, así que venga, al grano…
Al salir del ascensor, aparecemos en la segunda planta. Decidimos entrar en uno de los cuartos de baño, porque hemos escuchado algún ruido. Al hacerlo, descubrimos que los grifos están abiertos, chorreando agua por todas partes.
   -¿Quién habrá sido el loco que los ha dejado así? –pregunto, frunciendo el entrecejo.
   -Max… creo que… no ha sido ningún empleado, sino los espíritus que están sobre nosotros. Siento el aliento de ellos a mis espaldas.
   -Yo no veo nada, Elisabeth.
   -Pero yo sí…
   -En serio, quiero creer, pero… ¿por qué no se demuestran ante mí? ¿Y por qué a ti, si? Claro, tú tienes luz. Yo ni siquiera puedo comprender lo que es eso.
   Bajamos hasta la primera planta, intentando prestar la máxima atención a cualquier ruido o situación sospechosa, o sencillamente fuera de lo normal. No hemos caminado ni cuatro pasos, cuando Eli me estira del brazo, hasta casi hacerme perder el equilibrio.
   -Max, veo… transitar una procesión de monjas de clausura por delante de nosotros. Desfilan cabizbajas, en profundo rezo, desconectadas de todo lo que gira a su alrededor. Deben ser fantasmas en realidad, o bien personajes que en aquellos momentos caminan realmente por el pasillo, aunque en otro tiempo o dimensión…
   -Elisabeth, me vas a romper el brazo si te sigues aferrando así a mí. ¡Por Dios, vas a arrancármelo de cuajo! Aunque en el fondo me gusta, incluidos los grititos que genera tu laringe. Me hace sentirme tu fiel protector.
   -¡Déjate de chorradas y vámonos ya de aquí, por favor! Te lo suplico…
   -No voy a hacerte caso. Además, no tienes más remedio que seguirme. ¿Acaso te atreverías a ir hacia la salida tú sola?
   -¡Qué cruel eres! –me espeta, ligeramente cabreada.
   -¿Qué quieres? Yo no he podido ver al ejército de monjas, así que estoy comenzando a sentirme frustrado. Me gustaría ser capaz de vislumbrar alguna cosa extraña...
   -Y yo, que tengo ese don, desearía perderlo…

                                                                Foto: Ursu

   -No deja de resultarme divertida esta empresa. Gozo como un niño, a pesar de que tú pareces estar sufriendo. Aunque, en el fondo, yo diría que también lo estás pasando bien. Son experiencias únicas para ti, y no las olvidarás jamás. ¿Me equivoco?

   -Max, ¿Por qué no intentas concentrarte para descubrir lo que yo soy capaz de ver? Me paso la vida intentando que puedas generar luz, atraer todo esto que nos rodea, que está ahí, aunque prácticamente nadie pueda verlo. Solo unos pocos elegidos…
   Es el momento de utilizar la ouija. Acudimos a los sótanos. Elizabeth está muerta de miedo, pero ni siquiera se atreve a retroceder sobre sus pasos.
   -Esta me la pagarás, Max…
   Trato de animarla un poco, relatándole más sucesos acaecidos en el edificio.
   -¿Sabes? Las salas que forman parte de este sótano acogían antiguamente un manicomio. Aquí dejaban abandonados a los enfermos mentales, imposibles de curar con la primitiva psiquiatría existente entonces. Fíjate, los más pirados eran incluso atados con grilletes para que no osaran escapar. De hacerlo… suponían un verdadero peligro para los ciudadanos. Los grilletes eran pasados por cadenas que se anclaban a las paredes.
   -¡Es verdad! –exclama Eli-. ¡Observa las argollas incrustadas en la piedra! Ni siquiera se han molestado en quitarlas. ¿Por qué, Max? Eso puede atraer a los enfermos que murieron ahí…
   -¿Puedes ver alguno?
   -Aún no, pero puedo sentirlos. Esto está plagado de seres. ¡Ay, Dios mío! Por favor, Max, vámonos ya. Me estás matando. Si hubiera sabido que eras así…
   -¿Qué? ¿Me habrías dejado? Si en el fondo no dejas de disfrutar.
   -¡Y una mierda! –me grita, con mirada casi asesina.
Sus últimas palabras parecen resonarme como un eco en mis oídos, y de repente mi visión comienza a experimentar un impresionante cambio. Las paredes parecen moverse, hasta que una extraña forma comienza a cobrar vida desde la nada.
   -¡Elisabeth! ¡Puedo ver a alguien! ¡Es ahí, estoy seguro!
   -¿En esa argolla? Espera… a ver…
   -¿No lo ves? Es un pobre viejo con un solo diente. Implora que nos acerquemos, agitando los brazos.
   -¡Tienes razón! ¡Max, es fantástico, por fin puedes ver lo que yo veo! Pero… no te acerques a él. No es un alma buena... lo sé. Está intentando engañarnos. Si lo haces, se meterá dentro de ti, intentando controlar tu cuerpo y tu mente. Por favor, hazme caso.
   -Vale, vale, no lo haré. Lo cierto es que, de haber entrado solo, habría caído en sus redes. Yo no puedo distinguir eso.
   -Pues dame las gracias, cabezón.
   -Te las doy, sí… Yo lo que deseaba era poder ver. Ahora ya lo he logrado.
   -Entonces vámonos de una vez. No soporto más estar aquí dentro metida.
   -Ah, de eso nada. Nos falta la ouija. Vamos a sentarnos en el suelo e invocamos a los espíritus.
   -Te he dicho que no, Max. Por lo que más quieras…
   -Si en el fondo se nota que estás pasándolo de lo lindo. A mí no puedes engañarme.
   -No, yo…
   -Mírate –le digo, cortándole de cuajo su respuesta- si hasta tiritas de frío ahora. Los espíritus deben estar arremolinándose a nuestro alrededor, ¿no crees? Voy a invocar a uno de ellos, jeje.
   -¿Estás loco? Después no te quejes si sucede algo malo. He hecho todo lo que he podido por desaconsejarte esta barbaridad que pretendes.
Ignorándola por completo, hago colocar la señal de madera encima del tablero. A regañadientes, Elisabeth termina sentándose enfrente de mí.
   -Cojámosla con ambas manos, situando las tuyas encima de las mías. No pierdas tiempo, porque dentro de muy pocas horas amanecerá, y ya nada se podrá hacer.
   La señal no tarda en movilizarse alrededor del tablero, en continuo zigzag.
   -¿Qué hace? ¿Por qué no se detiene de una vez en alguna letra? ¿O en el “sí” o “no”? –increpo.
   -Max, si no preguntas nada, esto no se va a detener en ningún lado. A veces tengo una paciencia contigo… ¡Que no te "enteraaaaas"!
   -¡"Vale, valeeee"!, ya voy… ¡Si hay alguien ahí, que se dirija al “sí”!
   -Bufff, si esto está lleno de espíritus, colega. Como quieran responder todos, se cargan la ouija.
   -Ah, perdón. Pues… ¿qué pregunto?
   -Pregúntales en plural, hombre –chasquea su lengua mientras mueve la cabeza, como teniéndome por un tipo sin remedio-. Déjame a mí, yo lo haré. Esto… ¿cuántos sois?
   La señal comienza a moverse con mayor rapidez. El uno y el ocho se marcan sucesivamente.
   -¡Joder, dieciocho! –exclamo, sacudiendo la mano.
   -Ya te lo dije, hay muchos. Sabes que yo puedo captarlo.
   -Sí, claro… ¿y ahora qué les preguntamos?
   -Déjame pensar… ¡Ah, ya! ¿Por qué estáis aquí? ¿Qué os detiene en este lugar?
   La ouija parece dudar ahora, zigzagueando sin cesar.
   -Se está volviendo loca la señal, Elisabeth. ¿No te impone respeto?
   -Sí, pero tú has empezado, así que ahora hay que terminarlo.
   -No, si yo no tengo miedo. Lo decía por ti…
   -Tranquilo, ahora estoy cómoda. No sé por qué motivo, pero lo estoy.
   -Mira, primero es una “A”, luego una “T”, y finalmente otra “A”. ¿Qué significa eso? No entiendo nada.
   La señal no tarda en volver a moverse.
   -E-S-T-A-M-O-S A-Q-U-I P-O-R C-U-L-P-A D-E A-T-A.
   -¿Y quién coño es ATA, si puede saberse? –resopla Eli.

   -Elisabeth, tampoco te pongas tan exigente, digo yo.

   -U-N A-S-E-S-I-N-O –responden quienes quiera que muevan la susodicha ouija.
   -¿A… a quién mató? –sigue inquiriendo Eli.
   -A N-U-E-S-T-R-O-S H-I-J-O-S.
   -¿Y… no lo encontráis?
   -Hay que ver como aguantas la respiración –le digo, con cara de alelado.
   -Max, cállate, por favor.
   Nuestras manos son conducidas directamente al “No”.
   -¿Creéis que os podemos ayudar? –vuelve a inquirir Eli, casi obsesionada ahora con las respuestas de la ouija.
   Parece no registrarse movimiento alguno, pero de repente la señal rueda hacia atrás, y luego se deposita en el mismo lugar, es decir, en el “No”.
   -¿Queréis que nos marchemos? –pregunto yo ahora, anteponiéndome a mi compañera.
   Esta vez, el resultado es “Si”.
   Eli y yo nos miramos, estupefactos. Pero no por ello nos arredramos.
   -¿Por qué? –digo finalmente.
   -N-O-S M-O-L-E-S-T-A-I-S
   -Max, será mejor que nos vayamos. Sigue mi consejo.
   -Está bien, pero que conste que estaba comenzando a divertirme –le digo, aunque no estoy muy seguro de que sea lo que realmente siento.
   -Esto no es un juego. No tientes al diablo, recuerda…
   Decidimos abandonar el sótano, para seguir explorando. A pesar de los pesares, me negaba a terminar con aquello tan pronto.
   -Max, los espíritus se han manifestado a través de la ouija, sí. Pero yo he sentido cómo uno de ellos me susurraba en el oído.
   -¿Dices la verdad?
   -¿De qué te extrañas? Dime… ¿por qué iba a mentirte?
   -¿Y qué se supone que te ha dicho?
   -No se supone. “M-E H-A D-I-C-H-O” –dice, deletreándome cada palabra.
   -Vale, de acuerdo. Pues dime qué “T-E H-A D-I-C-H-O” –le respondo de igual manera.
   -Era… A-T-A.
   -¿Quién era “atea”? ¿Había ateas en la conversación?
   Eli me mira gruñendo.
   -¡He dicho ATA, borrego!
   -Vamos, estás de coña. “A otro perro con ese hueso”.
   -¡Joder, nunca me tomas en serio, Max!
   -¡Que sí, que “síiiiii”! A ver, cuéntamelo.
   -Dicen que ellos no pueden verle, aunque siga ahí. Pero se ha sorprendido de que yo pueda sentirle, y por eso se ha apresurado a susurrarme al oído. Me ha dicho que él no deseaba matar a esos niños, y que había sucedido de forma accidental. Por culpa de ello había estado recluido en el sótano toda su vida, y encima tenía que cargar ahora con los familiares de esos niños. Le buscarían hasta el fin de los tiempos. No pudieron tomar venganza mientras vivían, al estar protegido entre estos muros, pero al morir decidieron buscarle. Sin embargo, descubrió una forma de ocultarse que ellos jamás alcanzarán a conocer.
   -Vaya, qué historia, ¿no?
   -Sí… pero el problema es que se siente cansado, y algún día tendrá que ceder.
   -Pero si no es culpable, se cometerá una injusticia…
   -Eso es lo que ATA me ha dicho, pero tampoco tenemos por qué creerle. Sin embargo, parecía sincero.
   -Me temo que nunca conoceremos la verdad…
   -Quizá podríamos investigarlo una vez salgamos de aquí, buscando información en alguna biblioteca. Es decir, conocer toda la historia sobre esos asesinatos.
   -No tenemos pistas… sólo un nombre que no nos dice nada. ¿Te ha dicho algo más?
   -Sí, aunque desconozco si nos servirá. Mentalmente le he preguntado a qué época pertenecía, y me ha respondido que lo desconocía por completo, aunque recordaba perfectamente que su rey se llamaba Carlos.
   -Eli, hubieron varios reyes que se llamaban así, desde Carlos I hasta Carlos IV. A saber quién demonios sería…
   -Pues estamos apañados, entonces.
   -Bien, no importa. Sigamos por este pasillo, el de la derecha.

​   A mitad del pasillo nos quedamos “a cuadros”. Un extraño personaje vestido con una bata blanca manchada de sangre, lo recorría angustiado. Incluso podemos oír sus lamentos. A juzgar por sus palabras, parecía encontrarse en plena guerra civil, en un Madrid republicano sitiado por los nacionales. Debía ser el director del hospital, incapaz de superar las dificultades que suponía tener que atender a tantos soldados y civiles heridos. Poco después nos adentramos en la biblioteca del museo. Todavía quedaban algunas sorpresas más. Una monja se encontraba de pie leyendo uno de los libros situados en la tercera estantería. Al vernos, se dirige hacia nosotros para increparnos sin demora.

   -¿Qué hacéis vosotros aquí? ¡No tenéis permiso! ¡No en mi congregación! –grita la monja, haciendo aspavientos.
   -¿Y usted quién es?
  -Soy Aldonza de los Ángeles, la madre superiora. No está permitida la visita de aldeanos a mi congregación –dice, sin dejar de agitar los brazos, lo que no deja de conferirle un aspecto más tenebroso, si cabe-. Vivimos en régimen interno. ¿Cómo habéis entrado aquí?
   -Max, ¿esto ha sido un monasterio? –me suelta Eli, ignorando a la monja.
  -¡No es un monasterio, muchacha deslenguada! ¡Estamos aquí provisionalmente, porque nuestro convento ardió por los cuatro costados! Algún maldito de Satanás le prendió fuego, pero pronto estará reconstruido. Odio este lugar, y también todo lo que proviene del exterior. ¡Recogimiento, señor, recogimiento!
   -¡Joder, joder, joder! –mascullo-. Elisabeth, vámonos, que la monja está como una chiva.
   -¡Ajaja! Tienes ahora miedo, ¿eh?
   -¡Que no, caray! ¿Es que no has visto sus ojos? Si las miradas matasen…
   Nos apresuramos de nuevo hasta la segunda planta y, para nuestra sorpresa, descubrimos al ejército de monjas de clausura desfilando una vez más.
   -¡Eli! ¡Puedo ver a las monjas! ¡Esta vez sí!
   -¡Espera, no digas nada más! Creo que puedo intuir algo. Sí, es allí, en aquel tabique –me dice, señalándolo temblorosa.
   -¿En serio? Si pudiera, me gustaría ver que se halla ahí dentro. Podríamos intentarlo, ¿no crees?
   -¿Qué es lo que pretendes? ¿Abrir la pared? Pero ¿adónde vas tan rápido? ¡No me dejes aquí!…
   -Vuelvo enseguida, Eli, te lo prometo.
   -¡Espérame, no me dejes sola, por el amor de Dios!
   Elizabeth echa a correr detrás de mí, y un poco más y cae escaleras abajo.
   -¡Por lo que más quieras, Eli, no te vayas a matar ahora! –digo, retrocediendo sobre mis pasos-. Iremos más despacio, no te preocupes. Allí, en los sótanos, recuerdo haber visto un par de herramientas.
    Y no me equivoco en absoluto. Una de ellas es un flamante pico. Al regresar a la segunda planta, no me lo pienso dos veces, y comienzo a golpear el tabique.
   -¡Max, nos van a denunciar! Estás “chalao” perdido. ¡Madre mía, quien me mandaría a mí venir aquí contigo!
   Al reventar el tabique, nos sorprendemos al descubrir lo que se encuentra en su interior. Nada menos que tres nichos con sus respectivas placas.
   -Tenías razón, Eli. ¡Menuda sorpresa!
   En la primera de ellas reza lo siguiente: “Gonzalo Peña Carrillo, capellán del rey”. En la segunda: “Bernardino de Obregón, muerto el 6 de agosto de 1599”. Y la tercera: “María Antonia Barrero Soto Mayor, enfermera de este hospital”.
   -¿Estás pensando lo mismo que yo, Eli?
   -Sí, quieres que investiguemos sobre estas personas, ¿no es así?
   -“Humm”, ¿no te parece una buena idea?
   -Anda, “colgao”, vámonos de una vez…

   Son ya las cinco y media de la mañana, demasiado tarde para seguir disfrutando de aquella aventura. Pero al menos, no existe duda alguna de que ha sido muy fructífera…
   -¿Qué crees que pasará cuando los vigilantes descubran lo que has hecho en la pared? –me pregunta Eli, señalando el estropicio.
   -Pues… nada –digo, encogiéndome de hombros-. Se alegrarán de haber descubierto los nichos, ¿no crees? Ya verás mañana lo que refieren las noticias. Te aseguro que ni se acordarán de nosotros…



©Francisco Arsis Caerols (2012)
(Basado en las investigaciones reales del grupo HEPTA)





























































 











                                                            Foto: Ursu





















bottom of page