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Una reina, una historia

Juana la loca 

  La duda me corroe, aquí, bajo estos muros odiados del alcázar de Medina del Campo. ¿Dónde te hallarás en estos momentos, mi adorado Felipe? Tengo miedo de no verte más, o de que te olvides que tienes esposa, y caigas en manos de esas cortesanas extranjeras. ¡Oh, cómo las odio a todas!

   Siento que voy a perder la conciencia de un momento a otro, pero no, no dejaré que eso ocurra. Debo salir de aquí, escapar hacia tu encuentro, como sea, aunque tenga que vagar por los campos. Puede que aún no hayas embarcado hacia tu destino, y sea capaz de alcanzarte. Sin embargo, cómo huir de estos muros que aprisionan mi vida entera, y me alejan de tu lado. Ellos, nuestros súbditos, han levantado el puente por orden del obispo de Córdoba, encargado de mi custodia, para que no pueda salir, ¿no es así?

   ¿Por qué te fuiste sin mí? Yo deseaba partir contigo hacia Flandes, pero tú no intercediste ante mis reales padres como deberías haber hecho ¿Acaso no me amas ya, mi querido esposo?

   No puedo evitar el llanto, ni la congoja que siento, y solo es a causa de mi amor por ti, Felipe, mi hermoso príncipe. Estoy aterrada, angustiada ante la mínima posibilidad de perderte para siempre. ¿Dónde estarán los guardias encargados de franquear el puente levadizo? Necesito hallarlos sin ser vista por el obispo, para obligarles a levantarlo. Soy la princesa, y deberán acatar mis órdenes. Al fin y al cabo, mis disposiciones deben ser tomadas en cuenta por encima suyo, como es de rigor. Y yo dispondré que lo hagan de inmediato, sin que les dé tiempo a consultar al prelado.

   Pero… ¿y si no hallo ninguno? Hace más de una hora que recorro esta fortaleza, sin éxito. En la plaza de armas deben aparecer de un momento a otro. Preciso es que sea así, pues de lo contrario la angustia terminará abatiéndome, y no podré lograr mi empresa. ¡Por Dios, dónde estáis! ¡Salid de vuestro retiro, malditos haraganes! Os habla la princesa de Castilla, ¿no me oís?

   No puedo gritaros, a pesar de todo, y únicamente susurros lastimeros salen de mi garganta, aunque la ira me corroa por dentro. Debe existir otra forma de salir… ¿o no? Una puerta falsa, un pasadizo secreto; seguro que hay uno cerca de estos muros. Podría palpar el muro, piedra sobre piedra, buscando la ansiada salida. Pero me llevaría demasiado tiempo, y mientras tanto Felipe podría haber partido definitivamente, y entonces… ¿como podría llegar hasta él?

   Estoy aterida por el intenso frío que sacude la noche; ando descalza, sin ropas de abrigo, sólo con estos burdos harapos, amor mío, y todo lo hago por ti. Todo es poco tratándose de reencontrarme contigo. ¡Oh, si fuese capaz yo misma de alzar el rastrillo que me separa del otro lado! Sin duda, llegaría sobrada de tiempo. Por favor, no partas sin mí, amado esposo. Si acaso pudieras oírme… ¿Y si te ha ocurrido algo mientras tanto, antes de embarcar? No podría soportarlo, y me odiaría a mi misma por ello.

   No, odiaría a todos, a mis reales padres, al obispo, incluso a ti. En el fondo, sé que me has dejado aquí abandonada, despechada, olvidada de la mano de dios. Flandes es más importante que tu querida esposa, ¿no es cierto? Y no solo eso, sino que me repugna saber que, después de todo, en realidad lo haces por reencontrarte con tus cortesanas flamencas de tres al cuarto. Dime, mi hermoso príncipe, ¿qué pueden darte ellas que yo no te de?

   Yo, Juana, la princesa de Asturias, heredera de las coronas de Castilla y Aragón, te he dado dos hijos, dos príncipes también futuros herederos. ¿Quieres más? Tendrás todo lo que desees, pero déjame seguir a tu lado todo el tiempo. Puedo besar tus pies, arrastrarme de rodillas ante ti si eso te satisface; por ti sería capaz de cualquier cosa en este mundo. ¡Felipe, oh, mi Felipe! Cómo sufro al no estar contigo en estos momentos…

   ¿Oyes ese ruido, mi príncipe? Son los guardias, que sin duda vienen a levantar el puente por fin. Saben, comprenden que debo partir en tu busca. Dios ha escuchado mis plegarias ahora. ¡A mi, bravos guardias! ¡Franqueadme el puente, para que pueda reencontrarme con mi ansiado amor! Vuestra futura reina os recompensará por ello, no lo dudéis…

   Pero, ¡oh, dios mío! ¿Qué ven mis ojos? No es sino el obispo de Córdoba, que debe haber sido impunemente avisado de mi tentativa de huida. Maldito sea cien veces. ¿Por qué este infortunio? ¿Quién osa impedir mi partida a toda costa? No puede ser nadie más que la reina, mi señora madre. Pues oídme bien, madre mía, mi reina, que no cederé bajo ningún pretexto. Ya puede el obispo regresar por donde ha venido, que no pienso renunciar a mi propósito.

   Atrás, nuncio infame, alejaos de mi o dad orden de que abran el puente levadizo. Obligad a estos siervos a que obedezcan a la princesa de Asturias, o no tendré piedad de vos. ¿Habéis oído todos? Abrid pronto, tomad el rastrillo sin demora.

   ¡Ah! Veo con grave disgusto que os negáis a mis peticiones, sabiendo que debéis acatarlas ahora y siempre. Pero nada podéis hacer por evitar que busque una salida, así que os ruego, mejor dicho os mando, que no os acerquéis a mí y me dejéis en paz. Recorreré este lúgubre castillo hasta sus cimientos, y os juro por Dios que hallaré lo que tanto ansío. ¿Seréis entonces, innoble prelado, capaz de pararle los pies a vuestra futura reina?

   Eso es, iros, marchaos de aquí. No os necesito, ni a vos ni a estos inservibles vasallos. Cuando regrese con mi amado esposo, el príncipe más poderoso de la tierra, le pediré que os agravie como merecéis. A vos el primero, prelado, pues me habéis defraudado tanto que ni siquiera os tendré clemencia aunque me imploréis una y otra vez.

   No puedo evitar el llanto, y siento que se me nubla la vista; apenas puedo ver con claridad, pues las lágrimas encharcan mis ojos, pero nada me detendrá, como bien he dicho ya. Ni siquiera la presencia de mi señora madre ahora podría detenerme. Por favor, pido a dios que me deje escapar de una vez de esta amarga fortaleza, que impide cumplir la razón de mi existencia, antes de que sea demasiado tarde. ¡Felipe, no te vayas sin mí! Amado mío, no quiero sentirme desdichada, no podría soportarlo. Solo deseo que me acojas en tu regazo, y dejes que contemple tu hermosura, la dulzura de tus ojos, que tiente la suavidad de tus labios y la gracia de tus mejillas. Es lo único que podría devolverme de nuevo a la vida en estos amargos momentos.

¿Qué es lo que ven mis ojos? ¿Eres tú madre mía? Oh, qué ingratitud. A pesar de vuestra enfermedad, sois capaz de acudir hasta aquí para evitar que logre mis deseos. ¿Acaso no es un bendito propósito, a tal que yo aspiro? Que Dios os guarde, madre, pero nada podréis hacer vos tampoco por mucho que os empeñéis. Mi amado me espera, y no puedo dejarle partir solo. ¿Qué sería de él sin mí? ¿Y si algo le ocurriese mientras tanto? No podría perdonármelo. Madre, lo amo tanto…

   Y aún así no hacéis caso de mis plegarias. Cómo os odio, madre. Soltadme, me hacéis daño. Mi padre, el rey don Fernando, no sería capaz de dañar a su bienamada hija, y vos ni siquiera tenéis piedad de mí. Podéis arrastrarme, pero no dejaré que me apartéis de estos muros, donde sin duda se hallará alguna salida. Clavaré mis uñas en el suelo, si es preciso, e incluso puede que os las clave a vos, aunque seáis la reina. Maldita seáis mil veces, madre. Injuriaros no bastaría para demostraros el desprecio que siento por vos. Sí, sois la reina. ¿Y qué? Yo soy una princesa, y puedo hacer lo que me plazca, a pesar de todo. Vos me inculcasteis que debía amar y respetar a mi futuro esposo, como parte de mi educación, y eso hago, madre. Por eso necesito estar a su lado, en vez de ahogarme bajo estos mugrosos muros. Soltadme, o que la ira de dios caiga sobre vos si ello es posible…

   Grandes esfuerzos tuvo que emplear la reina Doña Isabel I la Católica para poder reducir a su hija, la princesa Doña Juana, la cual no habría de tardar demasiado en llevar a sus sienes la noble corona de Castilla, y que sería finalmente recordada por todos bajo el nombre de “Juana la loca”. La firme promesa, por parte de la reina Doña Isabel, de que se hiciesen sin demora alguna los preparativos necesarios para conducirla en compañía de su esposo, llamado también para la posteridad “Felipe el hermoso”, hizo mella al fin en la pobre princesa, tal era el estado de enajenación mental en que ésta se hallaba. Aquella misma noche, la propia reina escribiría a su embajador de Bruselas en los siguientes términos:

   “El lamentable estado mental en que se halla esta infeliz enamorada parece tan evidente, que de no ser por ello, jamás habría tolerado todas las injurias e insolentes palabras que he tenido que escuchar de su propia boca”.

© Francisco Arsis Caerols (2007)

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