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Un bar de las Folies Bergère

   El Folies-Bergère abría de nuevo sus puertas, tras un breve paréntesis, la misma tarde en que Suzon se incorporaba por vez primera como camarera del llamado Templo de la joie de vivre” parisina. Reabierto aquel año 1881 como “Café-Concierto”, el lujoso local situado en el 32 de la Rue Richer, muy cerca del Boulevard Montmartre, en pleno corazón de París, contaba ya con uno de los últimos adelantos tecnológicos expuestos en la notabilísima “Feria de la electricidad”, acaecida justo en el mismo año de su reapertura. Varias arañas cristalinas lucían esplendorosas junto a blancas e iluminadas esferas, en un lugar en el que la presencia de personas de todas las clases sociales estaba a la orden del día. Y no se trataba únicamente de beber, comer o, por descontado, divertirse la finalidad de las visitas al local. También lo era, como no, ver y ser visto por el resto de los asistentes.

 

   En sus primeras etapas, el Folies Bergère se había dedicado a ofrecer todo tipo de espectáculos circenses, actuaciones de baile y representaciones musicales de diversa y discreta índole, pero, dado el poco interés mostrado por parte de sus clientes, con el tiempo fue cambiando de forma paulatina hasta llegar a la situación actual. Ahora, su aterciopelado entorno, así como sus múltiples y nítidos espejos, donde los tonos dorados predominaban por doquier, servían como escaparate del anunciado mejor “Cabaret Music-Hall” de todo París.

   Al llegar a la entrada del local, Suzon lanzó un pequeño suspiro, quizá mezcla del nerviosismo que la invadía con la satisfacción que a la vez sentía ante su recién estrenado trabajo. Y, aunque en anteriores ocasiones, antes de su remodelación, ya había atravesado sus puertas y recorrido todos sus rincones, de alguna manera necesitaba hacerlo una vez más antes de colocarse en uno de los bares situados en la planta superior, destino que, en principio, se le había asignado como camarera.

   En realidad se trataba de un ritual característico del Folies Bergère casi desde sus inicios. Allí, todo el mundo que entraba comenzaba dando una vuelta alrededor del local antes de acabar situándose, bien donde le correspondiese al tratarse de la invitación a un espectáculo, bien donde simplemente soliese hacerlo en el caso de hallarse el rincón desocupado. Y si no, para tal fin estaban también los bares, espacios en definitiva nada desagradables, sobre todo para los hombres, con bellas féminas siempre dispuestas a atender sus peticiones. En este punto, Suzon tenía cierto temor, pero deseaba creer que lo escuchado hasta ese momento antes de aceptar el trabajo no fuese, en el fondo, más que simples e infundados rumores.

 

   Así pues, comenzó a cruzar el amplio jardín situado en el entresuelo, adornado con sus exóticas palmeras entre una amplia variedad de seductora vegetación, y algunos bancos que no hacían sino recordar al más puro estilo anglosajón de aquellos tiempos victorianos. Allí se hallaban precisamente los tres bares que existían en el local, justo donde unos minutos más tarde, ella misma, con el uniforme de camarera, se dedicaría a atender a los clientes. Después llegaba el acceso al cilíndrico hall a través de una espaciosa y curva escalera que sorprendía por su excepcional majestuosidad, siendo capaz de desarbolar a todo aquel que la ascendiese, enardeciendo todos sus sentidos. Y aquella era, una vez más, la sensación que invadía a Suzon mientras subía pausadamente y sin dejar de fijarse hasta en el más mínimo detalle del entorno, escalón tras escalón.

   Un paseo circular envolvía el amplio hall, que también era recorrido enteramente por todos y cada uno de los visitantes. Suzon, sin dejar de sonreír de forma abierta, cumplía con aquella curiosa pauta universal, haciendo que su armoniosa cara, en conjunto con su flequillo dorado, tomase un inusual brillo que no pasaba desapercibido para el resto de los presentes. Y uno de aquellos visitantes, quizá incluso el primero en fijarse realmente en la mirada feliz de la camarera, y que había subido a la par que ésta la amplia escalera del cabaret, era precisamente uno de los pintores más emblemáticos e importantes del momento: Edouard Manet.

           

   No en vano el Folies Bergère era, al fin y al cabo, el lugar preferido del “dandy Manet”, llamado así por sus más íntimos amigos y  conocidos. Siendo el día de la inauguración del Folies Bergère, Edouard Manet no quería desaprovechar la ocasión de situarse justo en mitad del paseo circular, realizando así uno más de los innumerables bosquejos que ya poseía sobre el local. Pero esta vez intuía que era diferente, tal vez por las buenas sensaciones que le provocaba la reapertura de su más preciado cabaret. ¿Tendría algo que ver aquella muchachita risueña de dorados cabellos, con la que se había cruzado hacía tan solo unos instantes? ¿Acabaría pintando el cuadro definitivo en su estudio, como tenía pensado?

 

   Como era de costumbre, su amigo y escritor Guy de Maupassant ya se hallaba ocupando su lugar favorito en el paseo circular. Un afectuoso saludo salió de su garganta, mientras terminaba por colocarse a pocos metros de distancia del célebre autor de tantas y tantas novelas de éxito, y en la que el famoso “Music Hall” formaba parte a menudo de la historia. Pero ahora parecía llegado el momento de que no fuese sino él, Edouard Manet, el encargado de inmortalizar el Folies Bergère en un glorioso camino hacia la eternidad, captando toda su esencia y el auténtico glamour que desprendía por sus cuatro costados. Todo era cuestión de lograr transmitir en el lienzo lo que durante tantos años había observado y disfrutado. Si a las generaciones venideras era capaz de hacerles sentir y volar la imaginación, hasta el punto de que realmente creyesen hallarse dentro del cuadro como si de una puerta del tiempo se tratara, habría cumplido con su cometido. Él no llegaría a saberlo jamás, cierto es, pero aquello no sería un impedimento ni muchísimo menos. Quien sabe si, por ejemplo, más de cien años después alguien no recreaba la magia que envolvía al Folies Bergère, e incluso aquel mismo instante en que esos pensamientos afloraban, gracias a sus propios esbozos.

   Un último vistazo al balcón del auditorio, allí donde siempre solía tener reservado asiento lo más granado de la sociedad parisina, hizo que la pequeña vuelta de reconocimiento finalizase para Suzon. Después de lanzar por quincuagésima vez un nuevo suspiro, la joven camarera pasaba a colocarse el uniforme de rigor, una levita negra de terciopelo con encajes sobre una falda gris, en uno de los pequeños cuartos destinados a tal efecto, más bien pobres y escuetos en comparación con la magnitud del local, pero que a nadie de los empleados parecía importar en absoluto, hasta que estuvo lista para atender uno de los bares que le había sido asignado aquella misma mañana. Ciertamente, Suzon se sentía a gusto con aquel uniforme, sobre todo después de observarse frente al espejo. ¿Esta soy yo? -decía en voz alta sorprendida consigo misma, pensando que nadie la oiría.

   -Pues claro que eres tú -dijo una de las otras camareras, que en aquel instante hacía aparición en el cuarto destinado como vestuario.

   -¡Oh, perdóname! –respondió Suzón asustada a la otra muchacha-. Creí que no había nadie aquí. Pensarás que estoy un poco loca, hablando sola.

   -Se nota que es tu primer día -dijo la que sería su nueva compañera-. Este es mi segundo año aquí. Me llamo Colette, ¿y tú?

   -Suzon, y como has supuesto bien, soy nueva en el Folies. Estoy tan nerviosa que no he podido evitar hablar en voz alta. Este uniforme de camarera es precioso, ¿verdad?

   -Mujer, estaríamos mejor vestidas de otra forma, pero supongo que sí, que no está nada mal. ¿Me dejas que te arregle el corpiño? Lo tienes mal ajustado -dijo, mientras le colocaba, después de retocarle un poco el uniforme, un curioso ramito sobre su escote.

   -Bueno… tú pareces entender más que yo, y obviamente estás más puesta. El ramito es precioso. Gracias, Colette.

   -No tienes que agradecerme nada. Solo espero que seamos buenas amigas. Espera, te prestaré también un pequeño brazalete y unos pendientes que harán bonito juego con la gargantilla que llevas puesta. Así no habrá hombre que se te resista…

   -Pero yo… no quiero impresionar a ningún hombre. Solo quiero limitarme a mi trabajo, y…

Colette la miró con extrañeza, y tras situarla de nuevo frente al espejo, después de haberse colocado los pendientes y el brazalete su compañera, le dijo:

   -Suzon, ¿tú sabes realmente donde estás?

   -Sí… es decir, creo que sí…

 

   Al dirigirse Suzon hacia el bar en que debía atender a los invitados, una vez abandonado el cuarto que le había servido como vestuario, quedó de nuevo maravillada al observar de qué forma había aumentado el amplio local en número de clientes, en tan solo unos pocos minutos. Era casi llegado el momento del inicio del espectáculo, con la estelar actuación aquella noche de una famosa artista americana llamada Katarina Johns, la cual hacía tiempo que se había convertido en un atractivo reclamo para atraer a numeroso público. No en vano, sus proezas acrobáticas, contoneos e insinuaciones sexuales, conformaban una mezcla tan explosiva como productiva para quienes optasen por contratarla. Aún así, la auténtica vida del Folies Bergère no la provocaba sino la propia presencia de sus habituales asistentes: bohemios, dandys, burgueses, artistas… Incluso aquellas despampanantes mujeres llamadas cocottes, arrebatadoramente hermosas con sus pomposos vestidos, amplios sombreros y enguantadísimas manos, que bien servían de agradable y gustosa compañía a más de uno. En definitiva, el Folies Bergère se resumía en un lugar frecuentado por cientos de hombres de buena presencia en busca de diversión e infinidad de placeres, como sin duda lo era fumar, beber o alternar con preciosas y variopintas mujeres. El fondo era que, detrás de toda aquella parafernalia que envolvía al Music Hall parisino se escondía una patente realidad, que no era otra que servir de plataforma para el más bajo de los negocios, aunque no por eso el menos productivo, sino más bien todo lo contrario: la prostitución de lujo. Por ejemplo, bien sabido por todos era que la mayoría de mujeres sin compañía masculina jamás lograban penetrar en el cabaret, pues solo aquellas que presentaran en la entrada una de las tarjetas expedidas para la ocasión, y que el dueño y principal accionista entregaba únicamente a quienes consideraba más hermosas a la vez que despampanantes y cautelosas prostitutas, lograban hacerlo sin traba alguna. 

   Pero regresemos a Suzon, aquella alegre muchachita proveniente de los arrabales parisinos, y que había tenido la suerte de conseguir uno de los empleos de camarera existentes en el Folies Bergère. Las muchachas parisinas como ella eran solicitadas cada vez más en restaurantes, cafés, grandes almacenes y todo tipo de lugares de ocio de París. Y para ellas, ocupar uno de aquellos mostradores suponía un verdadero sueño que resultaba a veces inalcanzable. Pero también una parte de las que lo lograban utilizaban dicho trabajo como trampolín para alcanzar metas mayores, y que al final no eran otras que seducir a hombres ricos que acabasen manteniéndolas, o terminar proporcionándoles excitantes aventuras de una sola noche, y bajo desorbitadas cantidades, como auténticas prostitutas de lujo.

   Aunque, bien es verdad, este no era el caso de Suzon, o al menos a ella ni se le ocurría algo semejante, ni lejanamente parecido. Había tenido la suerte de encontrar aquel trabajo, sí, pero de una forma honrada gracias a los informes de uno de sus parientes cercanos, el cual tenía cierta amistad con  el responsable del local. Pero el trasfondo era otro, y la muchacha ni siquiera lo imaginaba, o se negaba rotundamente a pensar en tan deshonesta suposición. Y es que, partiendo de que los sueldos que recibían estas chicas detrás de los mostradores eran poco menos que raquíticos, la gran mayoría de los hombres que las frecuentaban esperaban siempre al acecho hasta que, tarde o temprano, acabaran sucumbiendo a la tentación del lujo y el dinero fácil.

   Tras ocupar su sitio en uno de los tres bares colocados en el entresuelo del cabaret, la muchacha del flequillo dorado comenzó su tarea de atender a toda la clientela. Rápidamente, comenzó la multitud a acercarse a la barra de mármol, solicitando alguna de las variadas y clásicas bebidas servidas en el local desde hacía años. Por ejemplo, las botellas del mejor champagne, como las supremas “Heidsieck” y “Pommery”, resguardadas en hielo; los más variados licores de fresa, menta o frambuesa; o la rubia y típica cerveza inglesa. Encima de la barra, Suzon tenía colocadas todas aquellas bebidas que a menudo reclamaban los clientes, con docenas de vasos y copas y algún que otro jarrón repleto de mandarinas y otras frutas, o delicadas rosas rojas y amarillas.

   Mientras tanto, el dandy Manet esperaba paciente a sus dos preciosas amigas, las cuáles solían acompañarle al Folies Bergère siempre que surgía la ocasión; y aquella era en verdad muy especial, sabiendo que se trataba de su reapertura. Por un lado, estaba Méry Laurent, a quien conocía desde hacía muchos años, y, por otro, la no menos afamada artista Jeanne de Marsy. Ambas gozaban de gran prestigio en el mundillo artístico, y su presencia en el local había contribuido también a dotarlo de enorme popularidad con el paso del tiempo. Nada más llegar las dos mujeres, Manet se dio prisa en colocarlas en el palco principal, algo que nadie podía negarle a tan asiduo cliente y protector como lo era del Music Hall. Méry Laurent apareció elegantísima con su vestido blanco con encajes, el corpiño y sombrero de terciopelo negro, y los guantes a tono con su pelirrojo cabello. Por su parte, Jeanne de Marsy, vestida también acorde con las circunstancias, no perdía tiempo siendo cortejada por un rico caballero a quien conocía desde unos meses atrás. Un poco más a su izquierda, otra bella señorita se afanaba en usar sus gemelos para controlar desde el palco a todos los asistentes, así como observar más de cerca las actuaciones estelares de la noche.

   Manet, a pesar de todo, no había olvidado a aquella camarerita nueva en el local, y no pudiendo o queriendo evitarlo, pidió disculpas a sus amigas para acercarse al bar en la que aquella se hallaba situada. Había tenido tiempo de comprobar que la muchacha era una de las nuevas camareras, tras verla cruzar con rapidez vestida con el clásico uniforme destinado para dichas empleadas. Desde aquel instante comprendió que no dejaría pasar más tiempo sin pintar el cuadro que tenía pensado sobre el Folies Bergère, y tuvo claro que la blanca y risueña muchachita debía formar parte del mismo. ¿Podría convencerla? ¿Cómo lo haría?

   Por desgracia, en el local no podría, dada su enfermedad. A parte de su prematuro envejecimiento, sentía un terrible cansancio cuando apenas permanecía de pie unos diez minutos, por lo que siempre se veía obligado a pintar en su propia casa, tumbándose en su sofá favorito, y con el que, solo de esta forma, podía hacer frente a tales menesteres. Al menos, amigas como Méry Laurent frecuentaban a diario su casa, apartándole de la soledad, y no había día que no le trajese algún ramillete de flores con el que acabar formando uno de sus clásicos y pequeños lienzos, así como los retratos de algunas de las guapas chicas que, también a menudo, la acompañaban en sus visitas. Pero ninguna le había parecido tan espontánea y de tan natural belleza como aquella camarerita, la cual le parecía que respiraba bondad e inocencia por los cuatro costados. ¿Sería así en realidad? No debería entonces ser lugar para ella, conociendo el ambiente que allí se respiraba, por mucho que él adorase el lugar como si de un templo se tratara. Podría advertirla, sí, pero también temía que se le escapara la oportunidad de inmortalizarla en uno de sus cuadros. Disponía de varios bocetos del Folies en su casa, y grabados a fuego algunos de los ambientes en su cabeza, así que únicamente había que añadirla en aquel conjunto que tanto tiempo hacía que bullía en sus entrañas.

                        

 

   Nada más llegar al bar observó con sorpresa que la muchacha se hallaba conversando con uno de sus habituales conocidos del local, Gastón Latouche. En realidad, era su amigo el que hablaba todo el tiempo, mientras que la muchacha se limitaba a escucharle, esperando a que éste le pidiese alguna de las bebidas mostradas en la barra. Manet, cauteloso, procuró colocarse a poca distancia de la escena con la intención de poder captar al menos alguna de las frases que lanzaba Latouche a la camarerita, notando en el brillo de los ojos de su amigo aquella picardía de la que estaba acostumbrado a ver en más de uno de los presentes cuando se dirigía a cualquiera de las cocottes que deambulaban por todas y cada una de las zonas existentes en el Folies. De repente, la sonrisa dibujada en la cara de la muchacha se borró de golpe tras las últimas palabras de Latouche, dando paso a una seriedad en su semblante que no hizo sino poner en guardia al propio Manet. Poco después, y al no recibir respuesta por parte de ella, su amigo Gastón abandonaba con evidente indignación la barra, dolorido al sentirse ignorado de aquella forma.

   Sin necesidad de tener que adivinar en qué había consistido la conversación entre camarera y amigo, sabía sobradamente que se trataba de alguna lujuriosa proposición, la cuál aquella había rechazado con su evidente silencio. Pero ahora, la tristeza parecía envolver a la muchacha, aunque más bien parecía ensimismada en sus pensamientos, como  hallándose fuera del ambiente, en algún remoto lugar. Hubiera pagado con gusto por conocer los motivos de su abstracción, que se prolongaba más de lo comúnmente aceptable dentro su posición en aquellos instantes, con varios de los clientes esperando ser atendidos.

   -Señorita… -dijo Edouard Manet, dirigiéndose a Suzon-, perdóneme usted, pero no he podido escuchar parte de la conversación que ha mantenido con mi amigo, el señor Latouche. Me llamo Manet, y soy un conocido pintor francés, empeñado en inmortalizar escenas a través de mis cuadros. ¿Le… le gustaría formar parte de la última obra que tengo en mente, precisamente sobre el Folies Bergère?

   -Yo… -comenzó a decir la muchachita, aún absorta en sus pensamientos, a pesar de ser reclamada su atención por parte de Manet.

Tras un breve silencio, en el que Suzon pareció por fin pasar de su estado de semi-inconsciencia a tomar real conciencia de la presencia del pintor, dijo al fin:

   -¡Oh! ¡Perdóneme, señor! ¿Qué desea que le sirva?

   -No, señorita, no deseo tomar nada. Yo sé que, aunque pretenda negarse a ello, ha escuchado lo que yo le decía. Dígame… ¿querría posar para mí?

   -Pero, señor, yo… usted… ¿no deseará también proponerme que yo…?

   -Señorita, usted en realidad no quería, ¿verdad? Por eso se siente así. Pero sabe que, por mucho que no quiera aceptarlo, su trabajo consiste en eso, y no en lo que aparentemente hace. La mayoría de las mujeres que frecuentan el Folies están aquí por eso. No importa que sean camareras o una cocottes. Y muchas lo desean, es decir, esperan que al terminar la noche encuentren alguien con quien pasarla y que, sobre todo, gocen de buen capital, ¿comprende?

   -Yo… pretendía huir de eso, señor. Pero entiendo que… yo no quería dejar de ser una muchacha decente y…

   -Siente un conflicto interior, el cuál no es sino la razón de su momentáneo intento de huir de la realidad. Por eso, durante esos instantes habrá sopesado la idea de abandonar o seguir, perder este empleo o lanzarse a un mundo del que tiene miedo y que tal vez le repugna, aunque pueda ofrecerle aquella seguridad económica que todos desean.

Sendas lágrimas corrieron por las mejillas de la pobre muchacha, comprendiendo que el pintor tenía razón, y que en el fondo parecía encontrarse en un maldito callejón sin salida.

   -No llore… piense sobre lo que le he dicho. Acepte mi oferta y deje que la pinte. Le aseguro que no se arrepentirá. Ahora ya sé lo que pretendían decir sus ojos, que no son sino el espejo del alma, y créame si le digo que resultaría imposible borrar esa imagen de mi mente. Sin embargo, a pesar de todo, la necesito en mi estudio.

   Suzon, finalmente, asintió con un leve gesto, dispuesta a formar parte de uno de los cuadros que, sin que ella pudiese ni siquiera sospecharlo, llegaría a ser una de las obras maestras y de más reconocida fama mundial del genial pintor francés.

   Manet había encontrado así la absoluta inspiración que tanto había deseado, plasmando en el lienzo la más pura de las esencias que rodeaban al Folies Bergéres, la punta del iceberg necesaria para dar cuerpo a su genial e indiscutible idea. En el fondo, solo iba a ser un ejemplo más dentro de las múltiples situaciones que se podía hallar entre hombres y mujeres, en un espacio de ocio donde el tráfico amoroso y sexual campaba a sus anchas, pero que daría una muestra palpable de la indiscutible genialidad de este pintor inmortal.

  

© Francisco Arsis

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