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El puente de los suspiros

  

   Venecia fue, en una ocasión, el destino de uno de mis placenteros viajes: un fin de semana primaveral en aquella bendita ciudad construida sobre más de cien islillas entrelazadas por antiquísimos puentes y canales, surcada a diario de punta a punta por las clásicas góndolas, y siempre a la espera de que los turistas se fijen en ellas para ser adentrados en una de las eternas maravillas del mundo.

   Y hablaré de este viaje como de una auténtica aventura vivida, pues el lector a buen seguro que me da la razón en cuanto se lance a leer y lo compruebe con sus propios ojos.

  Desde un principio, me había dejado llevar por aquél buen guía gondolero, encontrado cerca de la iglesia del “Redentore”. Se llamaba Pascale, y había hecho de aquello un negocio durante toda su vida. No le resultó difícil convencerme para que aceptase su oferta de llevarme a través del Gran Canal que  atravesaba toda la ciudad, sobre todo al advertir en él la cantidad de idiomas que parecía conocer, a juzgar por su presentación. Podría entretenerme nombrando los innumerables palacios, iglesias, puentes y atractivas callejuelas que encontré a cada paso, señalados por Pascale, el cuál bien se preocupó de descubrirme la historia de cada uno de aquellos curiosos monumentos con todo tipo de detalles, pero he aquí que entonces me desviaría demasiado de la intención del relato, lo que para nada sería mi deseo. Al fin y al cabo, tiempo habría para esos menesteres en otra ocasión. Y si bien debo ceñirme a la historia de un par de ellos, es sólo por que son parte fundamental de esta insólita experiencia.         

   La noche reinaba ya en el cielo de Venecia, cuando Pascale detuvo su góndola en el final de trayecto. Nos hallábamos de nuevo en la iglesia del Redentore, y todo parecía indicar que había llegado el momento de retirarme en uno de los hoteles situados cerca de la “Piazzeta San Marco”, allí donde días anteriores al viaje había hecho la oportuna reserva.

   Sin embargo, Pascale, y tras darle yo una más que oronda propina, aún tuvo tiempo de recomendarme que me acercara a contemplar de cerca el “Palacio del Dux” y su famoso “Puente de los suspiros”. No me pareció mala idea, pues al día siguiente debía regresar a España, y poco o nada podría hacer antes de la partida, pactada el domingo a mediodía con la agencia de viajes.

  Podría haberme sugerido cualquier otro lugar, pues todo era digno de ser contemplado en esta bella ciudad repleta de reminiscencias renacentistas, góticas o barrocas, por mentar algunas. Pero… ¿existiría en Pascale una curiosa intención de que yo acabase recalando en dicho palacio?

   Su actitud, aunque abierta y campechana, no me había parecido tampoco exenta de cierto halo de misterio. Aquella minuciosidad en sus explicaciones; su sapiencia; su extraña mirada, con cierto aire nostálgico impregnado en ella mientras me relataba algunos de los hechos históricos de la ciudad, los cuáles parecían más relevantes; incluso su solvencia física, pues en ningún momento observé muestras de flaqueza, a pesar de que, a lo largo del día, ni siquiera había tomado bocado alguno, ni mucho menos agua. En cambio, no es que yo fuese un tragaldabas, pero no pude evitar comer o beber en cada una de las paradas establecidas en el trayecto. Aún así, esta situación podía tener algún pase, pero el conjunto de todas las anteriores lo convertía realmente en un ser fuera de lo común.  

  Decidido a hacerle caso, no tardé en situarme a pocos metros del palacio, comprendiendo, en cierta manera, la magnitud de las palabras del misterioso gondolero. No obstante, un ligero escalofrío recorrió mi cuerpo de los pies a la cabeza, en el momento de acercarme al máximo a su nacarada y espectacular fachada, la cual, según me había dicho Pascale, databa del año 1365, siendo una mezcla entre los estilos gótico e islámico. Y podría haberme ocurrido algo así solo por el hecho de contemplarla, sí, pero en realidad el motivo fue muy distinto. Por misterioso que pareciese, lo cierto es que las personas que se hallaban contemplando los alrededores del palacio, al igual que yo, desaparecieron como por arte de magia de mi vista, resultándome imposible comprender la razón de aquél extraño suceso. Para colmo, la puerta que franqueaba el paso comenzó a abrirse sin venir a cuento, igual que si estuviese dotada de vida propia. Pero allí nadie había que pudiera encargarse de abrirla, lo que no hizo sino acrecentar mi interés por penetrar en el interior del palacio, e intentar así desvelar tamaño misterio. 

   Un abovedado camino me condujo hacia el patio interior, el cuál surgió ante mí con todo su esplendor, donde una enorme escalinata, llamada “De los Gigantes”, invitaba a subirla sin demora. Como bien supe después, aquella escalinata había sido realizada en los últimos años del siglo XV, y se usaba principalmente para todo tipo de ceremonias, como por ejemplo la propia coronación del Dux, acaecida en la plataforma superior. La estructura del palacio era casi toda ella de estilo gótico, donde brillaba de forma especial el mármol rosado de Verona junto al armazón recubierto de piedra de Istria, una región separada de la propia Venecia por el golfo de su mismo nombre. Todo parecía irreal, pero en verdad yo me encontraba en el interior del palacio del Dux, en plena noche y sin más compañía que la propia luna que, llena, iluminaba tenuemente aquel flamante patio veneciano.

   Sin embargo, las salas interiores también me subyugaban, deseando explorarlas ahora que nadie podía impedírmelo. ¿Era normal todo aquello? No, no podía serlo, pero en verdad me daba ya igual. Ni siquiera el hotel importaba, ni el sueño que pudiera tener. Estaba convencido de que cualquiera habría hecho lo mismo que yo, de tener oportunidad. Y no, tampoco tenía miedo. Quizá respeto, eso sí. Además, nunca había creído en fantasmas, y aun así la curiosidad no hacía sino envalentonarme frente a cualquier suceso inesperado.

   Un oportuno candil encontrado en el patio sirvió para poder contemplar cada una de las salas del palacio, que de otra forma no hubiese podido recorrer, debido a la falta de luz en el edificio. Era uno más de aquellos extraños misterios que había que añadir en tan inusitada visita. Pero sin pararme a caer en cavilaciones propias, me dediqué por entero a observar con detenimiento cada uno de las geniales obras que iba encontrándome a cada paso, como por ejemplo la espectacular “Coronación de Baco y Ariadna”, del mismísimo Tintoretto. Dios mío, aquello no podía ser posible. Con el candil, iluminaba la obra porción a porción, mientras notaba como un ligero cosquilleo me subía por la espina dorsal, electrizando todo mi cuerpo. Y qué decir de los abovedados techos, repletos de bellezas pictóricas renacentistas.

   El delirio llegó al atravesar una de las enormes salas situadas en el tercer piso, llamada del Maggior Consiglio. A mi juicio contenía las mejores obras que había contemplado hasta ese momento en el palacio, y allí, a la luz del candil, mientras observaba una nueva obra de Tintoretto, llamada “La Visión del Paraíso”, no pude evitar que me saltaran las lágrimas, tanta era la emoción sentida en aquellos instantes. A cada movimiento del candil, surgían nuevas figuras y escenas, que parecían cobrar vida ante mí, como si desearan salir del cuadro o en cambio absorberme dentro de él sin remedio.

   Al abandonar las salas, y regresar al patio, me sentía totalmente hipnotizado, pensando que ya nada podría ser igual en mi vida a partir de entonces. Comencé a deambular sin rumbo fijo, perdiéndome entre aquellos peculiares recovecos, hasta que por fin un ligero murmullo pareció despertarme de tamaño ensimismamiento, comprendiendo que algo nuevo e inimaginable me esperaba en el enigmático Palazzo Ducale.

   Desconocía como había podido llegar hasta allí, ni bajo que extrañas artes, pero de repente me hallé frente al  que debía ser, sin duda alguna, el llamativo “Puente de los suspiros“, y por el que se disponía a pasar una ingente cantidad de personas ataviadas con las más peculiares ropas que jamás hubiese podido contemplar ni en sueños. ¿Formarían parte de alguna fiesta de disfraces? Desde luego, no estábamos en Carnaval, pero bien podía tratarse de festejos venecianos que yo desconocía. De repente, pasaba de permanecer en la más absoluta soledad a rodearme de un buen número de  gente con evidentes ganas de diversión a raudales. Todo el mundo parecía alegre, dispuesto a disfrutar de lo lindo.

   Y entonces, mi espíritu se sintió embargado de nuevo al descubrir la presencia de varias doncellas vestidas de blanco, como si de vírgenes vestales se tratase, o al menos así me lo parecía a mí, que se aprestaban a cruzar el puente mientras bailaban una original danza al son de una no menos encantadora tonadilla, que endulzaba mis oídos hasta el delirio. Eran realmente preciosas, con sus doradas gargantillas rodeando sus cuellos, y sus delicados peinados, hasta parecer ángeles caídos del cielo. Sus vestidos eran de seda, de inmaculado blanco transparente en algunas de sus partes, dejando al descubierto su sonrosada y suave carne. No pudiendo evitarlo, me lancé a observarlas desde más cerca, pensando que hacia mí dirigían sus miradas, situándome en mitad del puente por donde ellas iban a cruzar en aquel mismo instante. No podía apartarme, sintiéndome más hipnotizado aún que tras la contemplación de los cuadros de Tintoretto; y cuando ya iban a embestirme ocurrió un nuevo e inesperado suceso. Limpiamente me atravesaron como si yo en realidad no existiese, o acaso fueran ellas las que no eran sino fantasmas que se me aparecían en mitad de la noche y bajo aquel bienaventurado palacio. Porque entonces comprendí que en realidad nadie podía verme, ni saber que yo me hallaba en medio de aquel fregado. La preciosa dama y su grandiosa corona rodeada de querubines; el prelado y su correspondiente boato a sus espaldas, resguardándole; el público, ataviado con sus mejores galas…

   No cabía duda que se trataba de una importantísima celebración, pero que debía haberse producido en realidad unos quinientos o seiscientos años antes. Casi me recordaba aquella magistral ópera titulada “La Dogaresa”, en el que el amor acababa triunfando entre sus principales personajes, Paolo y Marietta, y que el pueblo celebraba con júbilo después de que Miccone, el bufón asesino del Dux, era finalmente arrestado. Poco antes, creyendo el pueblo que Paolo era el verdadero asesino, había cruzado éste el Puente de los suspiros, llamado así precisamente por los sentimientos que embargaban a los condenados a muerte que los cruzaban, pues de sobra sabían que aquella sería la última vez que verían el cielo de Venecia y su mar antes de morir, ya que tras el puente se encontraban los calabozos del palacio ducal.

   De repente, el clérigo que oficiaba la ceremonia dirigió su mirada hacia mi persona de forma tan evidente, que mi corazón a punto estuvo de estallar ante aquella nueva e inesperada sorpresa. Y no sería la última, pues aquel abate no era sino el propio Pascale, que abiertamente me sonreía con una ligera inclinación de la cabeza, queriendo tal vez con ello darme las gracias por mi presencia en tan solemne acto. Por desgracia, una densa bruma comenzó inesperadamente a surgir sobre la ciudad de Venecia, de tal forma que, a los pocos segundos, ya nada podía ser visible, ni siquiera el propio palacio del Dux. Dando pasos de ciego buscando la salida sin saber con claridad que dirección debía tomar, después de más de veinte minutos me pareció por fin encontrarme fuera del recinto, y lo que es más, muy cerca de la propia Piazzeta de San Marco, es decir, justo a las puertas del hotel donde había hecho mi reserva.

   Al amanecer del domingo, y a pesar de lo cansado que me sentía, me apresuré a levantarme sin pensar en dormir un poco más,  yendo en busca del gondolero Pascale para que pudiera darme una explicación coherente sobre lo sucedido en el palacio ducal, y la razón de su transformación en cardenal, arzobispo o lo que hubiera representado durante aquella impresionante escena. Al llegar a la iglesia del Redentore me encontré con la insospechada sorpresa de que el gondolero no aparecía por ningún lado, cuando según me había dicho el día anterior comenzaba muy temprano su trabajo, bastante antes de que la noche abandonara el cielo de Venecia. Frustrado ante aquel inconveniente, y sabiendo que, de no encontrarle, no tendría nueva oportunidad de visitar la ciudad en mucho tiempo quedándome entonces sin poder desvelar la incógnita sobre lo sucedido, decidí esperar pacientemente en uno de los restaurantes cercanos tomando un buen café y un opíparo desayuno, mientras rezaba una y otra vez para que aquel buen amigo se dignase por fin a reaparecer con su flamante góndola.  

   Mis súplicas fueron en apariencia escuchadas cuando, de súbito, observé que la góndola en que había viajado el día anterior se acercaba a pasos agigantados hacia su ubicación cerca de la iglesia. Sin embargo, azorado me quedé al comprobar que no era Pascale sino un nuevo gondolero el que manejaba la embarcación, aunque sus ropajes fueran exactamente los mismos. ¿Qué habría sido de aquel buen hombre? ¿Dónde podría estar sino atendiendo su trabajo, lo único que según decía le llenaba como persona?

   Solo me quedaba la opción de preguntarle al nuevo gondolero dónde podría hallar a Pascale, si es que acaso le conocía. Así que, cruzando los dedos, me dirigí hacia él con voz temblorosa:

   -¡Per… perdone, señor! ¿Conoce usted al gondolero que suele ocupar este lugar, y que dice llamarse Pascale?

   -¿Pascale? -dijo el nuevo gondolero, sujetándose pensativo la barbilla-. A ver, déjeme pensar…

   -Tiene que conocerle. Él… bueno, él me dijo que siempre estaba aquí, en su puesto de la iglesia del Redentore.

   -No, eso no puede ser, señor mío. Lo siento, pero este lugar lo ocupo yo desde hace más de dos años, y no recuerdo a ningún Pascale que aparcase ni siquiera cerca de aquí. Es más… siento decepcionarle, pero conozco a todos y cada uno de los gondoleros de la ciudad, y puedo asegurarle que ninguno de ellos se llama Pascale. El nombre me suena, bien es verdad, pero como gondolero no. De verdad que lo lamento, señor.

   -No importa -asentí decepcionado-. Gracias de todos modos, buen hombre. Quizá debí soñarlo, pues ayer… Pero no -continué, comprendiendo que lo único que iba a lograr es que el gondolero me tomase por un loco -debió ser en otro rincón de la ciudad y su nombre no sería Pascale, sino otro distinto.

   -Claro, señor. Tal vez se refiera usted a “Panicale”, uno de los gondoleros que suele recalar a pocos metros de aquí, y que se hace llamar así por su afición a la pintura, en memoria de tan insigne artista italiano.

   -Sí, ese debe ser… supongo que podré dar con él.

   -Por supuesto, señor -respondió el gondolero con jovialidad-. Solo tiene que ir en esa dirección, y dos manzanas más abajo es probable que dé usted con él. Me alegro de haberle servido de gran ayuda.

   -Sí, así es... Muchas gracias y adiós.

   -Hasta la vista, señor -dijo finalmente el gondolero, pues a poca distancia un par de turistas reclamaban ya su atención.

   A mediodía tomaba el avión de regreso a España, mientras lo sucedido en aquella espléndida Venecia no dejaba de rondar en mi cabeza. ¿Fue un sueño? ¿Una bendita aparición? ¿Qué habría ocurrido realmente? Y aún, a día de hoy, sigo haciéndome las mismas preguntas…

© Francisco Arsis Caerols

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